viernes, 19 de junio de 2009


Su señora esposa Da. Mercedes de la Campa, va todos los martes después de la Misa de Sr. San Antonio, del Templo de San Francisco, a una casucha pintada de azul que hay en el callejón de la Santa Veracruz, donde antes entra un joven oficial que sale después de ella.

Este anónimo infame recibió el Sr. Bracho del Castillo, y aunque lejos lo arrojó lejos de sí con asco, temblando de ira al ver manchado el nombre de su honorable y virtuosísima esposa, después de hondas cavilaciones, recogió el papelucho y leyó una y otra vez y la más espantosa duda se fue adueñando de su cerebro, y aunque al principio la rechazaba, había tantos detalles en la carta que pensó al fin, convencerse por sí mismo de si era calumnia o no.

Su joven esposa (pues era veinte años menor que él) era muy caritativa y todos los necesitados que acudían a ella salían socorridos, algunas veces él le mostraba desagrado por verla rodeada de chiquillos desarrapados que vivían en los contornos de la Hacienda de las Mercedes que era su morada, y ella le contestaba siempre con su sonrisa de ángel; que ya que Dios no le daba hijos, se consolaba con los hijos de los pobres, y D. Lorenzo. tenía que dejarla aunque le disgustara.

El lunes pretextó un viaje que duraría toda la semana, y al día siguiente se apostó en las cercanías del Templo de San Francisco, previamente disfrazado, dispuesto a saber la verdad y hacer un escarmiento con los culpables.

Cerca de las diez de la mañana, llegó el coche de su casa de que bajaron su señora y una vieja sirvienta de la casa, penetraron al Templo y el coche se fue a esperarlas a la “Plaza de las Hermanas”, hoy de García Salinas; media hora más tarde y antes de que comenzaran a salir las personas concurrentes a la misa, salió la señora, siempre acompañada de la fiel sirvienta y caminando presurosa hasta la casa pintada de azul, empujaron la puerta y entraron tardando como una hora en salir, tomaron el coche en la Plazuela y se fueron rumbo a su casa.

Lo que sufrió D. Lorenzo en ese tiempo no es para decirlo, mil conjeturas a cual más descabelladas se cruzaron por su cerebro enloquecido y tuvo que hacer acopio de serenidad para no lanzarse sobre la casa y acabar con sus moradores. Solo el temor al escándalo sobre su nombre lo detuvo.

Fue con el P. Guardián del Convento a indagar quiénes vivían en aquella casa, y supo que era una infeliz mujer atacada de parálisis a quien socorría una caritativa dama, y atendían las “Hermanas” de la Congregación, que habitaban en la casa de la Plazuela. Pero a su ánimo receloso le pareció como que el P. Guardián titubeaba y daba demasiadas explicaciones.

Todo el día andubo errante espiando la salida del oficial pero no vio nada, por lo que dedujo que habría salido cuando él fue a entrevistar al Guardián.

Por la noche llegó a su casa, más taciturno y sombrío de lo acostumbrado, por lo que la señora le preguntó si estaba enfermo y él le contestó que sí, y que por eso había regresado antes de lo convenido, pero que no quería médico ni remedio alguno, que sólo quería reposo.

Da. Mercedes, acostumbrada al carácter adusto de su marido no replicó y se fue a dormir tranquila, sin presentir la tormenta que estaba próxima a estallar en su vida.

Al día siguiente llamó D. Lorenzo a Mariana la acompañante de su esposa y la interrogó acerca de las obras caritativas de Da. Mercedes, ella le contestó muy bien todas sus preguntas dándole detalles, pero cuando inquirió acerca de la enferma de la casa de la Sta. Veracruz, Mariana se turbó, quiso negar, se enredó en explicaciones y lo dejó más receloso de lo que estaba. El se indignó y la amenazó si iba con el cuento a la señora.

Entonces se dirigió al señor Capitán General, pidiendo un informe acerca de los oficiales más jóvenes, y obtuvo los datos siguientes:

“El más joven era Luis Miranda, Sub-teniente, salido del Colegio Militar, hacía dos meses y venido a esta en comisión, oriundo de aquí, no conoció a sus padres, porque habían muerto cuando él era pequeñito”.

No necesitó más D. Lorenzo, para colgarle el milagro al joven oficial, que ya conocía porque se lo habían presentado en el baile del Palacio, y era asiduo concurrente al Casino.

Mientras Da. Mercedes preparaba una fiesta para el día 10 de agosto, fecha del Santo de D. Lorenzo, y tan ocupada andaba en sus preparativos que no advertía nada de lo que pasaba en el corazón de su marido.

Llegó el ansiado día y desde por la mañana fue un grupo de amigos a felicitarlo y todo el día recibió comisiones y regalos.

Al banquete sólo asistieron los íntimos y los parientes y la alegría desbordante de todos disipó un tanto la nube que ofuscaba a D. Lorenzo. Por la tarde empezó a llover, no obstante, los visitantes iban siendo más numerosos.

Al anochecer, el baile estaba concurridísimo y la animación crecía más y más; sólo en el alma del festejado se estaba trabando tremenda lucha desde que vio llegar entre los invitados a Luis.

Aunque quiso observar, nada encontró de particular en la actitud de él, ni de ella.

Al bailar unas cuadrillas, le pareció que estaba muy insistente y Mercedes más sonriente.

Después de la exquisita cena, la lluvia se hizo más persistente y muchos de los invitados empezaron a despedirse, porque el camino se hacía intransitable para los coches, así se fueron retirando hasta quedar unos cuantos, que no tenían coche y a quienes iban a conducir en los coches de la casa.

Cuando se despidió el Sr. Capitán General, Luis también trató de retirarse pero D. Lorenzo se lo impidió diciéndole que tenía que hablarle y aunque el tono imperante del señor de la casa le molestó, tuvo que quedarse.

Se dirigió a la sala de bailar donde se reunieron los pocos invitados que quedaban y se puso a jugar para distraer el tiempo.

La tempestad se desencadenó con gran furia y el alma de D. Lorenzo era azotada por otra tempestad más terrible, la de los celos.

La furia de los elementos le inspiró una venganza diabólica; mandó enganchar un cochecillo de dos asientos, y era tan horrible el aspecto de su semblante que el cochero no osó replicarle, que era una temeridad querer transitar por aquellos caminos con tan fuerte tempestad.

Una vez cumplidas sus ordenes, mandó llamar a Luis, quien salió inmediatamente, y le ordenó subirse junto a él que ya tenía las riendas en la mano para guiar el guayín; a la observación que hizo Luis acerca del mal tiempo, D. Lorenzo contestó con tono agresivo: que solo los cobardes, temían a los peligros; por lo que el joven subió al coche sin replicar palabra.

D. Lorenzo fustigó el caballo, duramente, y corrió enloquecido hacia un arroyo cuya corriente era impetuosamente alimentada por las aguas de todos los cerros cercanos; el puentecillo de tablones casi desaparecía bajo las olas que pasaban sobre él; pretender cruzar era una locura, pero D. Lorenzo estaba loco de celos y seguía fustigando al caballo, al llegar enmedio del puente, los tablones cedieron al peso, arrastrando al coche ladeado y a sus ocupantes, Luis pretendió salvarse, pero los brazos de D. Lorenzo abrazándolo fuertemente se lo impidieron y los dos fueron arrastrados por las negras aguas. Al día siguiente encontraron los cuerpos destrozados, más lejos de allí detenidos por las ramas de un árbol desgajado.

Nadie pudo explicarse la verdad de los hechos, solo Mariana, columbró el motivo, y se dolió de haber callado.

La verdad era, que el padre de Da. Mercedes tuvo amores con una muchacha humilde a quien abandonó. Nació Luis y la pobre chica trabajó para sostenerse y educar al niño, obtuvo una beca en el Colegio Militar y poco tiempo después quedaba inutilizada por cruel enfermedad, almas caritativas La socorrieron por algún tiempo, hasta que el Guardián de Sn. Francisco supo la triste historia y habló con Da. Mercedes, quien al saber la infamia cometida por su difunto padre, se hizo cargo del sostenimiento de la enferma a quien visitaba con toda la frecuencia que podía, en secreto, por temor a que se hiciera pública la mala acción del autor de sus días.

Cuando Luis vino a esta, se alegró mucho de conocer a su hermana, él también ocultaba su origen porque en aquellos tiempos de grandes prejuicios era una afrenta ser hijo bastardo.

Una mala sirvienta despedida, fue la autora de la desgracia de todos, porque su anónimo infame causó la muerte de D. Lorenzo y Luis, la desesperación de la infeliz enferma y destrozó la vida de la virtuosa dama, que vivió amargada por los remordimientos.

Poco antes de morir mandó construir el puente de mampostería, que entonces se llamó de los Ahogados, aunque estaba bajo la advocación de San José de Gracia.